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lunes, 11 de abril de 2011

El oficio de enseñar

   Me dedico a enseñar, también a educar cuando el tiempo me lo permite. Es una tarea que el primer año me gustaba, luego entre en una etapa de desencanto. En los últimos años es algo que me vuelve a gustar: Sobretodo en determinados momentos. Cuando ves la cara de agradecimiento en los chavales. Cuando les haces reír. Cuando se interesan realmente por algo que tenga que ver con lo que tratas de enseñarles.

   Uno de los mejores momentos del día se produce cuando termino las clases, es un sentimiento de satisfacción, de deber cumplido, al volver a casa. Es un momento fugaz pero muy satisfactorio. No se si es porque termina el trabajo o por eso del deber cumplido. Siempre me embarga ese sentimiento, fundamentalmente los viernes.

   Pero ahora comienzo a disfrutar durante el desarrollo de la labor docente. No es como el primer año que habías conseguido un objetivo: Llegar a ser profesor y eso ya te colmaba de satisfacción. Pero esa satisfacción se termina en el momento en que las expectativas que tienes de un trabajo y de un alumnado no se corresponden con la realidad. A mí me ocurrió a los dos o tres años de haber empezado, aunque ya se veía llegar: Quizás era demasiado exigente con mis alumnos. Quería que atendiesen  incondicionalmente, aprovechasen el tiempo y estudiasen. ¿Por soberbia personal, por su bien o ambas cosas?

   Ahora esos momentos de satisfacción también se producen durante el desarrollo de la labor docente. No me autoexigo tanto, o no me culpo de lo que se sale de mis posibilidades. No se puede obligar al que no quiere aprender a hacerlo, aunque si hay que insistirle por si acaso, pero sin obsesionarse.

   Es un proceso lento, que lo dan los años de experiencia y el deseo de mejorar. Proceso que nunca termina.

                                                                                           

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